El hielo emite un gruñido sordo al ser apuñalado por el crampón. Lo único que evita que me deslice hacia abajo por esta superficie vítrea, sólida, son esos escasos milímetros de acero que el hielo ha consentido en alojar.
No siento los pies, el frío ha dejado paso al entumecimiento. Pese a estar embalados en múltiples capas de tejidos y materiales técnicos, no consigo hacerlos entrar en calor. Al menos ya no percibo dolor.
Reconozco la sensación de agarre en un movimiento tantas veces repetido. Aunque la roma punta del piolet no consigue traspasar la superficie helada, el anclaje de los pies me ofrece la seguridad que necesito, o al menos eso creo.
Las incesantes ráfagas de viento me vapulean, intento agacharme para ofrecer menos resistencia, pero tengo miedo de desequilibrarme.
El cansancio me obliga a ralentizar mis movimientos. La escasez de oxígeno obliga a tomarse las cosas con calma.
Respiro hondo, no debería hacerlo. La sequedad del aire me provoca un ataque de tos casi convulsivo. A la sequedad de la garganta se une la irritación provocada, pequeñas gotas de sangre perlan mi pechera.
El traje completo, de nylon relleno de plumas, se alía con las botas para darme aspecto de astronauta. Los lentos movimientos favorecen la impresión. Pero estoy demasiado cansado para notar la similitud.
La altura mata, aunque sigas vivo. Cada día, cada hora, cada minuto que estás aquí arriba pierdes vida. Se te escapa en la respiración, en la mirada, en el pensamiento, cada vez que te mueves aumentas el cansancio.
Hacia abajo, al final de este helado tobogán está el campo base. En la confluencia de los dos glaciares. Majestuosas y retorcidas serpientes de ojos hipnóticos.
Si presto atención me parece ver personas que me hacen señas, que me llaman. ¿Qué hago aquí si donde se está bien es allí? Volvería sobre mis pasos para tomar algo caliente, para descansar. Si no estuviera tan lejos. La distancia que nos separa es infinita. Cada paso que doy hacia delante me aleja, irremediablemente de ellos.
La cima, mi meta, es todo lo contrario, parece mantenerse siempre a la misma distancia. No importa cuanto tiempo camines hacia ella, nunca se acerca. La montaña no se cansa nunca.
Veo todas las montañas que forman el valle por debajo de mí. Pero no me siento superior. No soy más que un diminuto punto en una muralla de hielo descarnado.
Ni siquiera soy una persona, me he convertido en un autómata que repite los mismos movimientos miles de veces. Ya no importa la motivación. Ya no importa la familia. Ya no importa nada. Sólo repetir los mismos gestos una y otra vez. Gestos que nos permitirán llegar desde ninguna parte a ningún sitio.
Hace tres días que no duermo suficiente, que no como bastante, que no bebo lo necesario. A veces veo borroso. Como si mis ojos también estuvieran cansados de mirar.
Salir de la tienda se convierte en un ritual de torturas. Abandonar la escasa calidez del saco para introducirse en el frío disfraz de alpinista. Toser, maldecir, toser. Respirar entre cada movimiento intentando conseguir un poco de oxígeno que no existe. Toser, maldecir, toser. Manejar con los dedos ateridos cremalleras y cordones. Toser, maldecir, toser. Salir al exterior a enfrentarte a tu reto, una montaña que está tan lejos como ayer, y como anteayer. Toser, maldecir, toser. Cuatro horas sufriendo para seguir sufriendo. Demasiado cansado, demasiado sacrificado.
Mirar hacia arriba es innecesario, además de molesto. La sangre se ha espesado tanto por la falta de líquidos que me provoca mareos levantar la cabeza. En esta parte de la montaña una vertiginosa pared de roca me impide ver como la cima está, de nuevo, a la misma distancia. Exageradamente empinada, excesivamente larga para atacarla de frente. Por eso continuo el flanqueo por esta inclinada ladera. Por eso o porque estoy demasiado cansado para tomar otra decisión.
Limpio con mi guante la gota que se genera en la punta de la nariz. Sé que no existe. Hace días que mi cuerpo no genera líquidos, pero así compruebo que la nariz se mantiene en su sitio. No puedo ni cerrar la mano, es otra manera de ahorrar energías. Cada vez estoy más cansado, me tumbaría a dormir si no tuviera que volver a levantarme.
Me obligo a dar otro paso. Durante unos segundos perderé el frágil equilibrio que ahora tengo. El viento, el vacío y el cansancio son enemigos duros y crueles, tratarán de impedir que siga adelante.
A estas alturas, en estas alturas, cada movimiento exige un alto grado de voluntad. El cerebro busca sensaciones placenteras, comer, dormir, beber. El cuerpo se empeña en seguir adelante.
Un paso más. ¿Merece la pena?